Reyes de nada
Escrito por Administrador Plataforma, viernes 28 de mayo de 2010 , 18:51 hs , en Relatos

Relato que recibió el accésit en el Concurso de Relato y Poesía 2010 organizado por el Departamento de Lengua Castellana y Literatura

Por Martín Molezuelas Ferreras, 4.º A de ESO 

            Aldira es un barrio muy poco conocido de una ciudad muy conocida. Como suele pasar en esta clase de barrios, la pobreza reluce en todas partes, abundan la delincuencia y el asesinato y apenas hay personas honradas. Yo me considero una de esas personas, y como persona honrada, creo que mi deber es acabar con la miseria en este lugar.

          Yo estoy absolutamente sólo, no tengo familia viva y no soy amigo de nadie porque aquí suelen ser los amigos los que apuñalan literalmente por la espalda cuando les conviene. Mi vida hasta hoy consiste solamente en buscar la manera de acabar con la desgracia en este barrio. Pero hasta ahora nada ha funcionado. Y creo que pronto me desesperaré.

          Entre las chabolas de Aldira pasan cosas extrañas y horribles que es mejor evitar. Además, si uno quiere comer en Aldira debe trabajar duro por apenas una comida al día. Por supuesto, quien nace en este barrio no suele salir muy a menudo de él, ya que la ciudad es lo suficientemente pobre como para no poder proporcionarnos un lugar en otro sitio y lo suficientemente famosa como para no poder permitir que hordas de indi-gentes raquíticos se arras-tren por las calles asustando a los turistas.

          Yo me gano la vida como enfermero, uno de los pocos que hay aquí, y que apenas tiene idea del oficio. Es una forma honrada y miserable de sobrevivir. Los que de ver-dad tienen dinero en Aldira son los camellos, sicarios, líderes de bandas crueles y en algunos casos, ladrones y prostitutas. Mentiría si dije-ra que no he deseado matar a alguno de esos prepotentes y absurdos idiotas que se creen algo por pertenecer a una banda de asesinos cuando llegan heridos a mi camilla. Y es que si uno quiere evitar muertes inocentes, debe provocar muertes culpables. Esto funciona así en Aldira. Podéis llamar-me sádico si queréis, pero yo tengo claros mis conceptos.

          Los únicos seres cercanos destacables en mi vida son mis vecinos. Insisto en que no tengo ningún amigo, pero estas personas son realmente amistosas, y tratan de acompañarme en el día a día. Padre, madre, hijo mayor, hijo mediano e hija menor. El marido y el hijo mayor logran sacar dinero a duras penas de una frutería vendiendo mercancías en un buen estado cuestionable, pero de lo mejor que en Aldira se podría encontrar. El hijo mediano suele venir a ayudarme al hospital. La madre se queda en casa cuidando de la niña pequeña y haciendo las labores de casa. Son personas humildes y trabajadoras, algo poco común en el barrio, y por ello merecen mi respeto y disposición. Son seres que realmente no querría que desaparecieran.

          Aldira es un barrio muy poco conocido de una ciudad muy conocida. Como suele pasar en esta clase de barrios, hay muchos habilidosos del crimen que se venden al mejor postor, muchos idiotas que se creen inmunes cuando están dentro de una banda, muchas vidas realmente desesperadas por algo de dinero y solamente un puñado de auténticos líderes. Yo me considero uno de esos líderes, y como líder que soy, creo que mi deber es hacerme con el control de todas las bandas y lugares de este barrio.

          Mi vida podría resumirse como un continuo intento y plan de ascender al trono de Aldira. El hecho de ser el verdadero jefe de Aldira significaría el poder total para hacer cualquier cosa al margen de la ley, sobre el vacío de poder, apoyado en el dinero que proporcionan los negocios sucios de este pequeño infierno. Y ese es mi más ambicioso propósito. Poder hacer y deshacer con toda libertad e impunidad.

          En principio, las bases para construir una banda algo estable son sencillas. Simplemente hay que dar dinero a los habilidosos del crimen, seguridad a los idiotas que buscan banda y una razón poderosa a los desesperados hambrientos para que no vean este negocio como algo despreciable, sino como un trabajo igual que cualquier otro. El dinero se puede recaudar fabricando y vendiendo droga o atracando bares y restaurantes. Hay muchas otras formas, pero esas dos fueron las que yo utilicé. Una vez que uno gane el control de una banda algo fuerte, debe pugnar para que esa banda vaya cobrando importancia y solidez en el barrio, a la vez que infunda miedo entre los que no pertenecen a ningún grupo. Aquí es donde se nota la diferencia entre buenos y malos líderes. Los clanes de los malos líderes nunca llegan a ser relevantes y son derrocados y disueltos en poco tiempo, mientras que los buenos líderes saben controlar a sus hombres y crear buenas estratagemas para que sus bandas puedan prosperar en el barrio durante años.

          Yo estoy al frente ya de una banda conviderablemente abundante y hábil, que controla una parte importante del barrio. Y ahora apuntamos hacia lo más alto. Personalmente, creo que soy mejor que otros líderes de bandas que, a pesar de saber dirigirlas, no saben tratar a sus componentes con cierta simpatía, estando ellos disgustados e indecisos en algunos casos. Yo sigo con mis subordinados una camaradería que crea confianza y determinación, haciendo nuestra unión sólida como la roca. Eso es lo que me hace pensar que yo pueda fácilmente ascender al poder absoluto de Aldira. Eso y nuestros planes de futuro, por supuesto. Mis ayudantes y yo hemos tenido una idea con la cual eliminar a las bandas más poderosas de Aldira será pan comido.

          Hoy me dirijo caminando a casa desde el hospital, acompañado de Tom, el hijo mediano de mi vecino. El chico tiene a penas doce años, pero es muy mañoso en los trabajos de medicina. De mayor quiere ser médico. Pero no en Aldira, claro.

          Cuando apenas nos separan cien metros de la casa de mi vecino, nos de-tenemos y nos escondemos tras un contenedor. Frente a la casa hay una furgoneta aparcada con los símbolos de una conocida banda de Aldira. De ella salen tres hombres armados. Llaman a la puerta. El padre sale. “¿Eres el maldito frutero que vende fruta podrida a mis chicos?”, dice el que parece el líder. “Sí”, tartamudea el padre. Sabe que es mejor no llevarles la contraria, recibir el castigo, y dejarlos marchar otra vez. “¿Sabes que por tu culpa muchos de mis chicos están tan jodidamente enfermos que no pueden ni salir de los locales para ganarse el pan?” ruge amenazante el líder. Esto puede parecer irónico, pero tanto el padre como Tom están comenzando a sudar abundantemente. “Lo siento…” bal-bucea sumiso el padre. “Oh, sí, claro que lo sientes”. Y sin mediar más palabra, los tres hombres disparan sus armas automáticas contra el padre, que cae abatido. Luego la emprenden a tiros contra la casa. Tom rompe en gritos que el estruendo de las armas silencia e intenta correr para ayudar a su familia, pero yo le sujeto con fuerza y le tapo la boca. Si nos ven estamos muertos. Veo sin aliento como el hijo mayor trata de salir por la puerta lateral de la casa con la hija pequeña en brazos. Pero el líder ya ha doblado la esquina y antes de que el chaval pueda comenzar a correr, una ráfaga de metal se cierne sobre él y su hermana. Los dos caen al suelo ensangrentados. Le tapo también los ojos a Tom. Unos segundos después se oye un nuevo grito desde el interior de la casa. Ahora los tres hombres suben de nuevo a la furgoneta y desaparecen de allí en un suspiro. Dejo que Tom corra hacia su familia.

          La calle se llena de curiosos atraídos por el sonido de las balas. Tom corre hacia su hermano y su hermana. Veo como después de arrodillarse a su lado, la pequeña, con la boca ensangrentada, mueve la mano hacia la mejilla de Tom, que llora desesperado. Cuando apenas ha rozado su cara, su brazo se desploma sobre su vientre, inerte. Tardo poco en comprobar impotente que toda la familia ha muerto. Tom, agarrado al cadáver de su hermana, llora y grita hacia el cielo. Yo, en medio de aquella carnicería sin sentido, y viendo pasar frente a mí todos mis planes fra-casados de acabar con la miseria en Aldira, recor-dando de nuevo mi deber como persona honrada, hago honor a mis esti-maciones y, oficialmente, me desespero. Y pronto me doy cuenta de lo asombro-samente sugerente que es la desesperación.

 

          Tal vez me haya pasado con ese condenado frutero, pero ese idiota ha hecho que mis empleados no hayan podido trabajar. Algunos de ellos están realmente enfermos, y tal vez mueran por su culpa. Si a esto juntamos las bajas con las que acabó el intento de robo del camión de explosivos de la Banda de Merlo hace unas semanas, puede que nuestro plan corra peligro por falta de personal. Además, no logramos quedarnos con esos explosivos. Según he deducido, después de que mis enviados y los de la Banda de Merlo acabaran de matarse entre ellos, alguna banda oportunista se había apoderado del material. Y ese material es a la vez muy caro y muy potente. Lo suficiente como para empezar a temer a esa pobre banda del tres al cuarto.

          Aun así, la operación sigue en pie. Nuestros acuerdos con la Banda de Gurque están más activos que nunca, y pronto nuestra alianza se alzará sobre todas las demás bandas. Y cuando esto ocurra, estaré casi a un paso de ser el jefe de Aldira. Mi habilidad para simpatizar con mis súbditos me ayudará a perdurar en mi trono.

          En Aldira se podría decir que hay cuatro bandas principales. La de Gurque, con la que pretendemos lograr el acuerdo; la de Merlo, que a pesar de ser influyente, está bastante menguada debido al robo del camión y a la matanza que se produjo aquel día; la de Gran Aldira, que es en estos momentos la más poderosa del barrio; y por último, mi banda, que va creciendo a pasos agigantados. Nuestra alianza con Gurque va a ser el golpe de gracia, lo que nos va a llevar a la victoria sobre las otras dos bandas.

          La furgoneta se detiene junto al centro de reunión de los seguidores de Gurque. Bajamos los tres y el conductor. El centro de reunión de Gurque es una construcción considerable-mente grande, pero nada en comparación con el de Gran Aldira. Penetramos en el edificio seguidos muy de cerca por los vigilantes. Vamos armados, pero no amenazadores. Estando allí, Gurque podría eliminarnos con solamente chasquear sus dedos. Pero no lo haría. El también sabe que una alianza entre nosotros nos lleva-ría al liderazgo.

          Gurque nos recibe afable, sin mostrar ningún tipo de diferencia hacia mí y mis escoltas. Él es quien me ha hecho llamar a esa reunión de líderes, así que espero a que sea él el que comience a exponer los motivos del encuentro. Pero como no abre la boca, pienso que tal vez deba empezar a hablas yo. “¿Hay acuerdo?” pregunto, sin más preámbulos. El leve aunque entusiasmado asentimiento de Gurque y su cara de reprimida alegría me sirven para saber que el sí es rotundo. Sorprendido, muestro mi mejor sonrisa. Pensaba que esto iba a ir mucho más lento.

 

          Hace unas semanas, cerca del hospital, por la noche, hubo un tiroteo entre bandas. Tras el estruendo de las últimas balas, decidí ir a comprobar lo que pasaba y a rescatar heridos con la única ambulancia de la que disponíamos. Allí me encontré con una auténtica matanza. Al menos veinticinco cadáveres yacían tiroteados en el asfalto en torno a un camión blindado de considerable tamaño. Me acerqué aun más. Un hombre moribundo trataba de incorporarse junto a la cabina del camión. Cuando me vio me apuntó con su pistola temblorosamente, pero antes de que pudiera disparar, su lánguido brazo se desplomó, y el hombre cayó al suelo. Cuando me acerqué, comprobé que había muerto. Aunque quizás no debería haberlo hecho, me atreví a comprobar la mercancía de aquel camión antes de largarme, sólo por curiosidad. El tranque de la puerta de atrás estaba des-trozado por los balazos, así que no me costó abrirla. Dentro, vi algo que me sorprendió. Una innombrable cantidad de explosivos y demás artefactos destructivos descansaban en el interior. En cuanto los vi, pensé que mi deber como persona honrada era no permitir que esos artilugios llegaran a alguna banda sangrienta para que ésta los usara para destruir a sus contrincantes. Cuando me subí en la cabina y comprobé asombrado que el camión aún podía arrancar, sólo pensaba en que guardándolos estaba evitando una probable masacre.

          Me llevé los explosivos a un almacén abandonado cerca de mi casa y luego volví a aparcar el camión en el mismo lugar en el que lo encontré. El escaso personal del hospital se extrañó de mi tardanza, pero no hizo más preguntas. Pensarían que había estado buscando algún resquicio de vida entre los cuerpos que salpicaban la calle.

          Juro que yo me quedé con esos explosivos sólo para que ninguna de esas bandas los hallara y se dedicara al asesinato en masa, y que pensaba deshacerme de ellos en cuanto pudiera. De hecho, si aún permanecen en el almacén es porque no he tenido oportunidad de hacerlos desaparecer. Enterrar-los sería peligroso, y para hacerlos explotar necesitaría llevarlos lejos, a un lugar despoblado, y no he tenido aún medios para hacerlo.

          Pero ahora que necesito ese montón de chismes destructivos, ya no pretendo quitármelos de en-cima. Ya tengo un plan, y Tom, vengador, ha accedido a ayudarme. Se infiltrará en una banda importante del barrio, la Banda de Kun, y me traerá datos sobre los planes de ese clan. Temo por su vida, pero estoy seguro de que lo hará bien. Pocas cosas funcionan mejor que las ansias de venganza combi-nadas con auténtica ha-bilidad.

          Mientras, yo estoy a-prendiendo a usar esta retahíla de aparatos de destrucción, tratando de sacar utilidad de ellos.

 

          Ha pasado sólo una semana y ya está en marcha la caída de la Banda de Merlo. Somos dos contra uno, y ese uno está un tanto débil. Ha sido importante para el plan el que mis seguidores y yo hayamos simpatizado estupendamente con la Banda de Gurque. Ahora ya somos como una banda única con dos líderes, y más fuerte que cualquier otra. Además, al comprobar nuestra tangible superioridad, decenas de indecisos de todas las edades se han unido a nuestras filas. Me da algo de reparo ver cómo críos de apenas doce años sujetan una ametralladora contra los enemigos, pero puedo soportarlo. Esos chavales saben bien donde se meten.

          Cuando las furgonetas se detienen en torno al centro de reunión de la Banda de Merlo, pienso que en el momento en que abramos las puertas y comencemos a disparar, se iniciará la guerra por el poder en Aldira. Van a ser unos días sangrientos en el barrio. Pero éste es el precio del poder.

          Los primeros en salir e iniciar el tiroteo son los menos relevantes seguidores de la banda. Luego los más importantes, y finalmente los líderes, Gurque y yo. La Banda de Merlo se ve sorprendida por los disparos. Sus componentes van cayendo uno a uno, y poco a poco nos vamos acercando más y más a la fortaleza de Merlo. Los transeúntes salen despavoridos en todas direcciones. Algunos quedan atrapados en el tiroteo y mueren acribillados. En me-dio de aquel caos del que parece seguro que vamos a salir vencedores, yo me pongo en marcha. Esto que voy a hacer podría habérselo ordenado a algún sicario de los que dispongo, pero prefiero que sea algo anónimo por completo. Busco con la mirada entre el polvo y el gentío de asesinos a Gur-que, el otro líder. Está algunos pasos por detrás de mí. “Perfecto”, pienso, mientras le apunto con mi rifle. Gur-que se queda mirándome, perplejo, durante apenas dos segundos. Luego cae al suelo con un agujero en el cuello. Bajo el arma, satisfecho. Nadie lo ha visto. Corro hacia el cuerpo de Gurque fingiendo preocupación. Llego a tiempo de ver como muere, con una expresión de acusación en su rostro.

          Instantes después salen de la fortaleza de Merlo éste y algunos de sus seguidores con las manos en alto, amenazados por mis subordinados. Son los últimos. Alguien grita algo y uno de los hombres de mi banda atraviesa la cabeza de Merlo de un disparo.

          Merlo ha muerto. Hemos ganado. Gurque ha muerto. Yo soy ahora el líder.

          Tras dar por resuelta la victoria, robar las mercancías más útiles y comprobar que Gurque yace muerto entre mis brazos, los componentes del clan no tardan en aceptarme como su nuevo jefe. Ya sólo queda un paso.

 

          Tom sabe hacer bien el trabajo. Como ya he dicho, es un chaval habilidoso. Su ayuda es imprescindible, y este trabajo nos está haciendo más amigos, a pesar de ser lo que es, una medida desesperada.

          Ahora sé que se va a producir un importante “encuentro” en el centro de reunión de la Banda de Gran Aldira en apenas una semana. Así que lo único que me queda es actuar. Dejo de trabajar en el hospital y acudo a unirme a esa banda, pues es la única forma de poner en práctica definitivamente el plan. En la fortaleza de Gran Aldira me reciben con nerviosismo, me aceptan con avidez y me dan un arma. Después, yo me ofrezco para hacer de vigilante por la noche, y nuevamente aceptan mi proposición. Al parecer nadie quiere aceptar los “turnos de noche”, en los que los vigilantes permanecen solos y sin protección ante lo que pueda ocurrir. Yo aprovecharé esa soledad.

          Tom y yo ya hemos discurrido el funciona-miento y utilidad de todos los artilugios del almacén, y ya estoy seguro de que podemos usarlos. La colocación de la mayoría de ellos es sencilla.

          Llega la víspera del gran “encuentro” planeado por la Banda de Kun. Con mi destartalada ambulancia, y en tres viajes, traigo todos los explosivos desde el almacén hasta la plaza de Gran Aldira. Los demás vigilantes están dormidos, ya que les he dicho que yo me encargo de la vela unas horas. En cuanto Tom aparece de madrugada, comenzamos a disponer los explosivos por todo el edificio. Este centro de reunión es gigantesco, la construcción más grande de todo el barrio de Aldira. Se construyó a partir de una gran iglesia abandonada en la que se hicieron después algunas ampliaciones para albergar un gigantesco comedor y dormitorio para los indigentes de Aldira. Pero pronto la Banda de Gran Aldira expulsó a los voluntarios y se hizo con el poder del edificio. Desde entonces ha pertenecido a la banda, y nadie ha sido capaz de echarlos de allí. Tom y yo queremos hacer algo parecido a echarlos. Pero sólo parecido.

          Cuando acabamos de colocar las bombas en los muros del centro de reunión, continuamos poniéndolas por toda la enorme plaza donde se sitúa el edificio. Luego, cuando todo está ya establecido y conectado, me reúno de nuevo con los otros vigilantes, que se están desperezando. Nadie ha visto nada.

          Tom acaba de camuflar los explosivos y desaparece de allí. No me llego a despedir del chaval, pero no importa, porque cuando todo haya acabado, me volveré a reunir con él. En unas horas, Tom advertirá por todas partes a la gente del inminente enfrentamiento. Confío en que esa gente pueda escaparse a tiempo.

          Yo, por mi parte acaricio el detonador en mi bolsillo y me dan escalofríos.

          Ya amanece. Hoy es el gran día. Hoy Gran Aldira caerá para dejar paso a la Banda de Kun. Tras la sangría de la semana pasada en la que la Banda de Merlo pasó a la historia, las pequeñas bandas que veían inminente el choque entre titanes se habían unido a un bando o a otro, buscando cobijo. Y el choque va a comenzar. Estoy a punto de afrontar la empresa más costosa de mi vida. Las dos bandas están ahora muy igualadas, y tal vez haya sido demasiado precipitado el venir aquí a arriesgarnos contra un rival similar a nosotros. Sin embargo, confío en que la sorpresa nos ayude.

          Todos los chicos en todas las furgonetas y callejones están nerviosos. Mis ayudantes y asesinos más distinguidos están junto a mí, y también están nerviosos. Las furgonetas se detienen y el silencio se adueña de la plaza. Al parecer, los transeúntes han sido suficientemente listos como para ver venir la masacre y huir a tiempo. Maldigo por lo bajo. Mi banda al completo está allí, y nadie es capaz de abrir la puerta de su furgoneta o de salir de su escondite para enfrentarse al enemigo. Pero al fin pasa. Se abren todas las furgonetas y de las callejuelas comienzan a surgir mis hombres en apenas segundos. Salimos. Ante nosotros se despliega la gigantesca plaza y la enorme construcción de piedra en el centro. En una esquina hay aparcada una insólita ambulancia. Por lo demás el panorama está desierto. Hasta que los seguidores de Gran Aldira salen al exterior.

          El tiroteo comienza. En unos segundos, mis tres ayudantes ya han sido alcanzados y derribados. Alguien lanza una granada sobre un grupo de los de Gran Aldira, que hace que salten por los aires. Yo me tumbo en el suelo tras un pequeño arbusto, tratando de protegerme. Pienso que aquello no va a ser un simple enfrentamiento entre bandas, sino una auténtica batalla en toda regla. Veo como unos tiradores de Gran Aldira descargan sus armas sobre un grupo de críos de mi banda. Entonces también pienso que quizás el gran objetivo de mi vida no tendría por qué requerir aquello. Pero alejo de mi mente esos pensamientos. Ahora ya no puedo derrumbar mi plan. Me incorporo y disparo hacia los tiradores. Logro acertar a dos. De pronto, un nutrido grupo de compañeros se presenta ante mí con la intención de entrar en la fortaleza. Esa era nuestra estrategia en un principio, pero ya se me ha olvidado. “¡Vamos!” grito con repentina determinación, uniéndome a ellos. Luego echamos a correr hacia el  edificio. De camino hacia él, puedo ver que la antes desierta plaza se ha convertido en un mar de cadáveres y sangre. Me vuelvo a plantear que quizás debamos echarnos atrás, pero de nuevo desecho la idea y me vuelvo a convencer de que no puedo achicarme ahora. Otros dos grupos se acercan con nosotros hacia las entradas, a la vez que continúa el brutal intercambio de fuego.

          Cuando ya han caído tres hombres del grupo, los demás entramos en la fortaleza.

          Volarlos a todos. Ese es mi plan desde que vi morir a la familia de Tom. Volarlos a todos y desaparecer luego del barrio, junto a la gente humilde que vive allí. Pero algo ha salido mal. Al parecer, la banda de Kun ha adelantado la hora del ataque. Yo estoy a punto de irme de la fortaleza cuando me entero, pero entonces todo se precipita. Comienzan los disparos. Veo como los de la primera fila van siendo acribillados por la banda de Kun. Me extraño. Sé que las bandas son muy numerosas, y ya supuse que aquel enfrentamiento acabaría como una batalla sangrienta, pero me impacta ver de cerca y tan reales los ríos de sangre. Cuando Gran Aldira en persona me grita “¡Espabila!” dándome un empujón mientras corre hasta su puesto de tirador en el viejo coro de la iglesia, siento que no voy a salir vivo de allí, pase lo que pase. Como un reflejo, saco de mi bolsillo el detonador a distancia y lo enciendo. Lo pongo en alto, con el dedo sobre la tecla roja. Entonces grito. Y cuando mi cuerpo se ha decidido al fin a pulsar el botón, las balas desgarran la carne de mi brazo. El aparato cae a unos metros de mí, y yo me retuerzo de dolor en el suelo. La banda de Kun ha entrado.

 

          Dejo al grupo en la entrada y me decido a subir las escaleras del coro, donde me ha parecido ver a Gran Aldira, mientras mis compañeros acaban con los hombres de la banda enemiga. Llego arriba. Gran Aldira, con una pesada ametralladora, dispara sobre mi grupo desde su ventajosa posición. Como dándose cuenta de mi presencia tras él, se da la vuelta súbita-mente y me mira, horrorizado. Yo sonrío. Antes de que él pueda dar la vuelta a su ametralladora, la mía ya se ha disparado. Dejo de lado todos los sentimientos de culpa por toda esa gente que ha muerto para abandonarme a la furia y dejar que las balas de mi arma atraviesen el pecho de Gran Aldira, salpicándome de sangre. El cuerpo inerte del líder tropieza con la barandilla y cae al piso inferior. Lo he conseguido. Gran Aldira es historia. Saboreo los instantes en los que me creo el jefe de Aldira mientras bajo de nuevo las escaleras. Unos pocos esbirros de Gran Aldira siguen peleando y cayendo ahí abajo, pero yo apenas me preocupo por eso. Soy el gran líder.

          Justo debajo de la antigua bóveda, hay un hombre de Gran Aldira herido sentado en el suelo. Otro perdido sin esperanza. Sonrío de nuevo. Ni siquiera levanto la ametralladora para apuntarle. El hombre levanta la cabeza y me mira. No sé por qué, pero algo me dice que no pertenece a aquella banda. Entonces él también sonríe, y yo dejo de hacerlo, extrañado. Veo que en una mano guarda un pequeño aparato ensangrentado. Se me hiela la sangre en las venas a la vez que recuerdo la desaparición de los explosivos de la Banda de Merlo. Es un detonador.

          Cuando levanto la cabeza veo al hombre que participó en la muerte de la familia de Tom, sonriendo. Ése debe de ser Kun. No podría tener otro espectador mejor. Le sonrío, y él muestra una mueca de incredulidad. Luego me recuerdo que mi deber como persona honrada es acabar con este infierno que es Aldira, y que la única forma de hacerlo está entre mis dedos, esperando a ser pulsada. Pienso en Tom, y en que ahora podrá lograr sus propósitos en la vida. Luego pienso en que voy a hacer algo realmente gran-de. Grande y honrado. Podéis llamarme asesino si queréis, pero yo tengo claros mis conceptos. Y estoy total-mente seguro de que esto que voy a hacer es un acto de bondad hacia la gente inocente que se merece una vida mejor, y que no podría lograrla de otra forma. Luego dejo de pensar y aprieto el botón.

          Los muros estallan al instante y la bóveda cae sobre nuestras cabezas, ante la mirada atónita de Kun. Yo sigo sonriendo.

 

          Desde la lejanía, Tom vio como la fortaleza de Gran Aldira se desplomaba sobre los hombres que luchaban dentro. Vio cómo las bombas de metralla de la plaza que él mismo había colocado reventaban acabando con la vida de quienes aún se movían allí. Vio cómo explosionaba la ambulancia de su amigo el enfermero, a quien ya daba por perdido. Cientos de personas habían muerto. Y la era de las bandas se había acabado en Aldira. Esperaba que todo el mundo se enterara de aquello, y que se vieran obligados a venir a ayudar a la gente honrada de Aldira, que enviaran dinero, que los llevaran a vivir a un lugar mejor, que le ofrecieran una nueva vida, llegar a ser algo… Ahora todo eso era posible. Las bandas ya no reinaban. Levantó la mano en señal de despedida hacia su amigo, confiando en que en algún lugar él le estuviera viendo y le estuviera de-volviendo el gesto. Luego, dio media vuelta y caminó alejándose de la gigantesca nube de humo en la que se había transformado la plaza de Gran Aldira, sin saber muy bien dónde ir.

 

          Con la cabeza asomada por encima de los escombros que han caído sobre mí, puedo ver y oír esta repentina situación. Pero sólo oigo silencio, y sólo veo polvo. Todos han muerto, y eso es lo único que queda, polvo. Ahora soy el líder del polvo, el rey de nada. Por alguna razón, esa idea no me impresiona demasiado. Aunque sí me desilusiona. He apostado vidas, tiempo… me esperaba algo más.

           Malherido y desilusionado, cierro los ojos y trato de morir.

 

          Al fin y al cabo, ya he logrado mi objetivo. Mi vida es algo secundario.



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