Lucía Romero Vega, 1.º B ESO
En los primeros días de septiembre el pequeño pueblo pirenaico de Fresia del Valle bullía de actividad .En el mercado todo eran cuchicheos y murmullos .Todo el mundo hablaba de lo mismo ;la mansión de lo Bordeux había sido vendida por una bagatela a unos extranjeros. La mansión de los Bordeux era una construcción grande, de tres pisos labrados en piedra, ventanas de madera, pizarra en el tejado y una preciosa claraboya en el salón de la última planta. Por dentro, la mansión era ostentosa, toda ella decorada con antiguos muebles de ébano y caoba. Estaba situada en el centro de un bosque de hayas y robles, a las afueras del pueblo. Nadie quería comprarla debido a los extraños sucesos que se habían producido en ella. Siempre había estado rodeada de un halo de misterio.
Era medianoche cuando Diana y sus padres; Imma y Luis llegaron a la nueva casa. Era antigua y se denotaba un estilo clásico, pero aún así se habían realizado algunos cambios: El baño había sido reformado y el salón de la planta más alta estaba ahora ocupado por unos sofás cuadrados de cuero blanco. Diana y sus padres no eran supersticiosos, por eso habían adquirido la mansión, ya que además de ser muy espaciosa era barata.
Diana era una chica de dieciséis años, alta y bastante delgada, como una espiga. Tenía una larga melena castaña, que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su pelo era liso, demasiado liso para su gusto, suave y sedoso. Sus ojos eran profundos, como dos pozos sin fondo, almendrados y de un color verde grisáceo. Eran impactantes a causa de rimel de la pestañas. Mostraba una expresión triste y seria, pocas veces sonreía. Casi nada le gustaba, para ella todo era igual, vivía en un mundo melancólico. A pesar de eso era valiente y luchadora, siempre intentaba las cosas, hasta que, por insistencia las lograba. Era inteligente aunque las notas en el instituto no fueran brillantes. Era tímida, le costaba hacer nuevos amigos, por eso le encantaba leer.
Diana estaba metida en la cama, sin poder dormir, contemplando con la mirada perdida la que sería su habitación durante muchos años. Ese día se había ido pronto a dormir, pues al día siguiente tenía que ir al instituto. El viento azotaba los cristales de las ventanas con fuerza. Por toda la casa se oían crujidos, golpes y murmullos de voces cavernosas. En ese momento ,Diana recordó las escalofriantes leyendas sobre la casa que se narraban en el pueblo. Las gentes del lugar contaban que la residencia fue construida encima de un antiguo cementerio y que por las noches, los muertos se revolvían en sus tumbas, produciendo ruidos en toda la casa. Estas leyendas se alimentaban con el halo de misterio que siempre rodeó a la vivienda y a sus moradores, la muerte en extrañas circunstancias de estos era otro aliciente más.
Unos escalofríos producidos por el miedo recorrieron su cuerpo. En un momento de lucidez Diana se cubrió la cabeza con el edredón y al cabo de un rato se durmió. A la mañana siguiente el despertador la sacó de sus sombríos sueños. Desayunó apresuradamente, cogió su mochila y salió de casa. Las hojas de los árboles crujían bajo sus pies. Atravesó el pueblo hasta llegar a la parada del autobús. Allí había varias chicos y dos chicas,que,como ella, esperaban el autocar, así conoció a Estela. Estela, al contrario que elle era habladora, sociable, impulsiva y sobre todo muy guapa. Tenía unos ojos azules, cristalinos, como dos zafiros; Una larga y rizada melena pelirroja y unos labios del color de los de los tomates. Cuando llegaron a clase se sentaron juntas. El día transcurrió con normalidad, a pesar de lo que le costaba había hecho dos amigos: Estela y Miguel. Miguel vivía en el pueblo de al lado, llamado Villalobos; era rubio, de ojos castaños y sonrisa pícara; muy bromista y, por mucho que lo disimulara, muy inteligente.
Los padres de Diana no estaban en casa, había salido de viaje, no volverían hasta dentro de dos días, por eso, Diana aprovechó para conocer mejor a los chicos. Se fue con ellos a dar una vuelta, se lo pasaron genial.
Diana corría por la foresta hacia la mansión, era tardísimo. Por la noche la vegetación del bosque parecía más espesa, los árboles creaban extrañas y macabras sombras. Los búhos ululaban en las ramas. Por lo demás todo estaba envuelto en un silencio sepulcral. Diana se esforzaba por correr a la máxima velocidad que le permitían sus piernas, el bosque daba miedo .Entró en casa y subió las escaleras hasta la última planta. La mortecina luz de la luna entraba por la claraboya del salón, bañando de luz los sofás de cuero blanco. Estaba cansada y decidió darse una ducha. Cogió ropa limpia y fue a baño. Después de ducharse se peinó el pelo y se lo secó con el secador. Se quedó mirándose hipnotizada en el espejo, la superficie de cristal parecía oscurecerse por momentos, se ondulaba, como si se transformara en agua. De repente la oscuridad del espejo la engulló.
Miguel estaba jugando con el ordenador y reflexionando sobre lo que Diana le había contado. Comenzó a imaginar explicaciones insólitas para aquellas voces cavernosas y tétricas en medio de la noche . Una idea tomó forma en el fondo de su mente, -¿Qué dirá la Wikipedia de todo esto? – pensó Miguel. Buscó información sobre todos los seres fantásticos, de qué se alimentaban, cómo vivían... Definitivamente aquello no podía ser, menudos disparates.
Pero había tres opciones que podían ser posibles.
¿Y si hubiera un cementerio bajo la casa como afirman los aldeanos?
¿Y si hubiese algún hombre lobo en el bosque?
Y...¿Vampiros tal vez?
Por una extraña razón Miguel pensó que la idea más acertada era la de los vampiros, no se equivocaba.
Miró el Messenger, Estela estaba conectada, habló con ella y quedaron en su casa. Estela al principio se mostraba reticente, en pleno siglo XXI, ¿quién iba a creer en vampiros?. Pero después Miguel la hizo cambiar de opinión. Se prepararon, Miguel talló unas estacas de madera, cogieron los cuchillos de plata del mejor servicio de la madre de Estela y unas cabezas de ajos. Miguel decidió ir el primero para hablar con Diana y explicarle lo que sucedía. Cogió la bici y salió a la carrera hacia casa de Diana. Lo que vio allí no le gustó nada. La casa estaba silenciosa y sólo se oían unos ruidos extraños. Registró toda la casa y cuando ya se iba a ir se dio cuenta de que no había mirado en el baño de abajo. Llamó a la puerta primero, pero el silencio fue el único que le contestó. Entró, no había nadie, observó toda la habitación y sus ojos recayeron en el espejo. Era muy raro, tenía un color muy oscuro, casi negro, mientras lo miraba sentía como el espejo le iba hipnotizando. Rozó suavemente la superficie del espejo con los dedos y se sumergió dentro.
Cuando Diana despertó Diana pudo percibir un fuerte olor a humedad, a sitio cerrado, era un olor acre... Estaba tumbada sobre un altar tallado en piedra rodeada de velas y flores. El altar tenía signos arcanos grabados llenos de un líquido pegajoso, era rojo... era sangre, era... ¡su propia sangre!. A su lado junto al altar había una criatura encorvada que de pronto se volvió. Era horrible; enjuto, de tez pálida y deforme. Sus labios eran rojos y crueles y entre ellos asomaban dos largos y afilados colmillos. Los dientes tenían un color negro amarillento, llenos de sarro y suciedad. Tenía el pelo largo, grasiento y desgreñado. Vestía un antiguo frac lleno de moho y polvo. Era un vampiro. Le sonrió maliciosamente e hizo las presentaciones. Diana supo entonces que debajo de su casa había un antiguo cementerio que ahora se había convertido en el hábitat de unos vampiros.
Miguel se cayó en la tierra barrosa que formaba un sendero entre lo que se asemejaba a césped putrefacto. Se levantó como pudo y siguió andando, tenía los pantalones y las zapatillas llenas de barro. Cuando llevaba un rato caminando por el senderola cartera que llevaba a los hombros le comenzó a pesar. Aún así siguió avanzando, una suave bruma cubría la senda lo que hacía más difícil avanzar. Logró vislumbrar una cabaña pequeña que antes habría pertenecido al enterrador. Anduvo entre lápidas rotas hasta llegar a la choza.Miguel tenía la certeza de que Diana estaba dentro. Sacó de u mochila las cabezas de ajo y las estacas antes de empujar la carcomida puerta.
La puerta cedió, el golpe había sido terrible. Los vampiros se volvieron sobresaltados, acto seguido se volvieron a por Miguel. Él les tiró las cabezas de ajo, pero sólo los paralizó durante unos minutos. Más tarde les atacó con los cuchillos de plata. Muchos se llevaron profundas heridas, otros solamente algunos cortes en la piel. Entonces se fijó en Diana, tenía un aspecto horrible. Estaba blanca como la nieve y a través de su piel se entreveían sus venas de color azul. El pelo tenía un aspecto lacio y sin vida. Estaba inconsciente, Miguel se preguntaba qué le habrían hecho. La cogió en brazos con delicadeza y la sacó de allí. Sus zapatillas se hundían en el barro y la niebla le impedía ver con claridad.
Estela se revolvía inquieta en su cama, Miguel no la había llamado. Se tranquilizó a sí misma, pensando en que tendrían mucho de que hablar. Poco después cayó dormida. Mientras tanto, Miguel y Diana llegaban al lugar donde éste había aparecido. Se sentó encima de una roca blanca, pulida como la superficie del espejo, para descansar. De improviso, con Diana todavía en brazos, apareció en el baño de la mansión. Inmediatamente dejó con cuidado a Diana en el sofá. Luego llamó con el teléfono fijo a Estela contándole lo sucedido.
Diana comenzó a volver en sí, gritaba incoherencias y se convulsionaba violentamente. Miguel logró calmarla y hacerla dormir. Él fue a dormir a su casa . Al día siguiente llamó a Diana, que ya estaba recuperada, para que se reuniera con él y con Estela en casa de ésta. Diana les contó lo que le o hecho : la habían atado al altar y le habían extraído una botella de sangre, que luego se repartieron. Estela horrorizada, juró acabar con ellos y se le ocurrió cómo matarlos. Después de cavilar mucho tiempo trazaron un plan . Esa noche volverían al cementerio subterráneo, los paralizarían con los ajos y los matarían con las estacas.
Todos estaban preparados, con cuchillos de plata, largas estacas, ristras de ajos crucifijos.
Llegó la medianoche, todos se dieron un toque al mismo tiempo. Era la hora. Cada uno salió de casa con su mochila y todo su equipo.
Se encontraron en la puerta de la mansión, entraron y uno detrás de otro se metieron en el espejo del baño .Esta vez aparecieron sobre una lápida rota. Avanzaron con paso ligero sobre el césped putrefacto. La espesa niebla impedía divisar cualquier cosa, por lo que tardaron en encontrar la casita del enterrador, donde se escondían los vampiros.
Los vampiros sabían lo que tramaban y los esperaban con ansia, les iban a tender una emboscada. No tendrían escapatoria.
En cuanto empujaron la puerta de madera una decena de bebedores de sangre se lanzaron sobre ellos. Tan siquiera les dio tiempo a sacar su equipo, sólo Estela logró alcanzar una ristra de ajos, paralizó a muchos vampiros permitiendo que los demás pudieran sacar los cuchillos y las estacas. A la vez que les herían les clavaban una estaca a la altura del corazón. Pelearon con fuerza y entrega, aunque la diferencia numérica jugaba en su contra.
Cuando todo parecía haber acabado y regresaban por el sendero de fango. Diana cayó, arrastrada por una mano mutilada y amarillenta. Sus compañeros al ver que se estaba hundiendo en el barro tiraron de ella. La lograron sacar de lo que parecía un pozo, pero con ella también rescataron de las profundidades a un vampiro, que aprovechó el momento de shock para coger a Diana y morderle con ahínco y avidez el cuello. Unas gotas de sangre mancharon su camiseta blanca. Miguel y Estela contemplaban la escena horrorizados, la furia recorría sus rostros al ver como el vampiro succionaba la sangre de su amiga. Dejándose llevar por un ataque de ira Miguel sacó un puñal de plata y arremetió contra el sanguijuela. Éste sobresaltado dejó a Diana en el suelo y fue a enfrentarse con Miguel, que solo consiguió rasgar sus ropas mohosas. El vampiro se movía con destreza causándole a Miguel numerosas heridas, pero este no se amedrentó y sin que el vampiro lo viese le clavó un puñal en el estómago. Aunque el puñal no lo mató le dio el tiempo necesario para sacar una estaca y clavársela en el corazón.
Diana estaba pálida, con los ojos en blanco y retorciéndose de dolor.
Miguel y Estela sabían que le pasaba, no podían hacer nada, era demasiado tarde, la ponzoña del vampiro se extendía convirtiéndola en un monstruo.
Ambos enterraban sus pensamientos en el fondo de su mente, engañándose a sí mismos. No querían creer que, ahora su mejor amiga era su peor amenaza. Se marcharon de allí antes de que lo que quedaba de Diana despertase, en ese momento era un engendro.
La pesadilla del pueblo acababa de empezar.